CRECER: CAMINO HACIA LA MADUREZ, RETRATO DE UNA ÉPOCA

Takekurabe

Contamos hoy en esta casa con la colaboración especial de Ana Romero, editora y filóloga especialista en literatura comparada y teoría literaria. Estudió fenomenología de la lectura en la Universidad de Berkeley y ha ejercido como docente en la Universidad Pompeu Fabra. Es profesora de literatura y cultura tradicional japonesa en Casa Asia, y está a cargo de la editorial La mano cornutta. 

 

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Nuestra recomendación es que te acerques a Crecer, de Higuchi Ichiyô. Una de las obras maestras de la literatura de la era Meiji y una obra imprescindible para la literatura japonesa moderna.

La edición española de Crecer, publicada por Chidori Books, reúne la «nouvelle» del mismo título y una serie de relatos breves de esta autora, a la que podríamos llamar la Rosalía de Castro japonesa por su comprensión del alma humana y su compasión y cercanía a las clases populares. La novela breve Crecer narra el paso de la infancia a la vida adulta en un grupo de niños de los barrios populares de Tokio, cercanos al gran barrio del placer y a las casas de prostitución de la época. Niños que juegan a hacer rastrillos de papel para ganarse unas perras, niñas que juegan con sus últimas muñecas mientras las obligan a cambiar de kimono, mayores que les riñen o abrazan sin poderles explicar su dolor. Es un friso colorista de los mundos y oportunidades de vida que, a finales de la era Meiji, se les abrían –o cerraban– a las personas en función de su origen social y, por supuesto, de ese gran dios, el dinero. Don dinero, ese poderoso señor, transformaba los modos de relación de una sociedad antigua, que gradualmente había abandonado el rígido sistema de castas medieval y contemplaba por vez primera la posibilidad real de la movilidad social en las ciudades gracias a la educación y el trabajo. En el seno de la trama de Crecer, una delicada historia de amor, la de la niña Midori y el niño Nobu, destinados a convertirse de mayores, respectivamente, ella en geisha y él en abad de un monasterio, sin poder seguir a su corazón. Crecer nos demuestra que, a pesar de la introducción de la educación universal para todas las clases sociales y de los nuevos conceptos europeos de ciudadanía implementados por la Restauración Meiji, la sociedad japonesa tardaría mucho en cambiar en cuanto a la libertad humana.

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La novela apunta el deseo humano de escapar a un destino socialmente determinado, pero recoge luego las velas de esa aspiración y culmina en una retirada vital de los caminos de la felicidad posible. Sin un pensamiento religioso que pudiera atrapar a los personajes en una noción estrecha del destino o la fatalidad, los protagonistas de Crecer se enfrentan a sus dilemas existenciales de manera casi inconsciente, con una suave aceptación y un modo de resignación melancólica que sería tentador calificar de budistas por el contexto cultural del que emergen. No obstante, la conciencia de la autora no es necesariamente la de una religiosidad oriental sino la de una «ética de la compasión», tan patente en todos los grandes escritores «modernos» desde Tolstoi o Victor Hugo a Flaubert o Henry James, pasando por Galdós o la propia Rosalía de Castro. Higuchi Ichiyô es fundamentalmente una escritora que comprende la vida humana y lo hace a través de sus personajes, en este caso enmarcados en los avatares específicos del Japón de la era Meiji o del paso de la infancia a la adolescencia en una sociedad tremendamente estricta en cuanto a sus ritos de paso.

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El resto de los cuentos incluidos en esta edición nos permiten ampliar esta emotiva visión con argumentos «menores», como el intento de divorcio de una mujer o las deudas y los castigos a las sirvientas. Lo que resulta singular de esta autora es la ternura y sensibilidad con que gradualmente dibuja la trama hacia un destino ciertamente inescapable. Lo que es magistral en Ichiyô (la primera hoja, el que fue su nombre de pluma) es el suspense y el lirismo con que lo que parece insignificante anuncia un futuro que se nos avecina. Aquí no hay melodramas a la Tanizaki, ni morbidez a la Kawabata, ni angst a la Mishima, sino una inocencia primordial. Un cierto maullido de esperanza ante la injusticia –como el de un gatito que se lamentara– enunciados desde lo innombrado y la indeterminación.

©Ana Romero

 

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